Editorial Trascendental
Sus ojos eran grises con chispazos verdes, como si una tormenta eléctrica hubiera decidido hacer una fiesta en su mirada. Eran los ojos más misteriosos que alguien como yo -experto en perderme hasta en el supermercado- hubiese contemplado jamás.Pero claro, también tenía otros ojos. Unos negros, profundos, como dos tazas de café olvidadas en el microondas: vacíos, sin una pizca de esperanza ni una cucharadita de brillo. Esos ojos daban miedo... o al menos daban ganas de ofrecerle una linterna.Y no podían faltar los ojos rojos, los únicos que usaba para mirar el mundo allá afuera. Con ellos, no solo veía el paisaje, sino que, milagrosamente, también podía verme el alma... lo cual es un poco injusto porque yo, con trabajo, me veo los pies sin lentes.En resumen, no tenía ojos: tenía un catálogo completo. Y yo, claro, caí en cada uno de ellos.